La historia de nuestro país se ha caracterizado por las discontinuidades profundas y por la negación de esas enormes brechas. Parafraseando a Octavio Paz (en “Las trampas de la fe”), los mexicanos estamos obsesionados con nuestro pasado, aunque no queremos tener idea de lo que ha sido. “Vivimos entre el mito y la negación; deificamos ciertos periodos, olvidamos otros. Esos olvidos son significativos; hay una censura histórica como hay una censura psíquica. Nuestra historia es un texto lleno de pasajes escritos con tinta negra y otros con tinta invisible […] Uno de los periodos que han sido tachados, borroneados y enmendados con más furia ha sido el de la Nueva España…que aparece como deformada y disminuida. Naturalmente, esta deformación no es sino la proyección de nuestras deformaciones”.
Comienzo esta reflexión con aquella cita brillante, aunque extensa, que sintetiza el uso selectivo de nuestros símbolos (héroes, batallas, acontecimientos políticos, villanos), lo que a su vez transforma nuestra identidad nacional y lo que de ella queremos hacer. Tal pareciera que el día siguiente al 13 de agosto de 1521 en nuestro imaginario colectivo es el 16 de septiembre de 1810; entre el ocaso de una civilización extraordinaria y el amanecer de una nueva patria media una noche de 300 años. El 17 de abril de 1695 se extinguió la que fue quizá el astro más radiante de nuestra autodesignada tiniebla novohispana: fallecía Sor Juana Inés de la Cruz en el Convento de San Jerónimo, víctima de una epidemia.
Aunque son muchas las interpretaciones que podrían hacerse de el fénix de América, en esta ocasión me centraré en la sociedad en que vivió. Se trató de un mundo de sacerdotes, oidores de la audiencia, nobles cortesanos y funcionarios virreinales…un universo vilipendiado y prácticamente desconocido (por decisión propia) para los mexicanos desde 1820. El Reino de la Nueva España fue mucho más que conventos, sangre, conquista y oscuridad. Juana Inés escribió en un mundo cortesano, del que ella fue quizá su mejor ejemplo (baste señalar su amistad con el virrey Marqués de la Laguna).
La sociedad de Sor Juana Inés fue una basada en las corporaciones, en las fiestas religiosas, en los acontecimientos que aseguraban la fidelidad a la dinastía (el Paseo del Pendón, que simbolizaba la conquista del Reino de Moctezuma) y en una sensibilidad barroca que iba mucho más allá de la fe. La corte virreinal era el sitio de donde partía todo y adonde todo confluía; el virrey era el alter ego del monarca, y como tal debía gobernar. Alrededor de él, los nobles mexicanos fungían como los pares con los que el virrey había de tratar. Ya fuera en el palacio virreinal o en la casa de Chapultepec, la corte novohispana fue el centro de todas las luces de México durante tres siglos: poetas como Sor Juana o Carlos de Sigüenza, músicos como Manuel de Sumaya o Ignacio de Jerusalén y Stella y pintores como Cristóbal de Villalpando pasaron por los salones del virrey y su corte en búsqueda de mecenazgo. El sincretismo cultural se manifiesta en gran parte de la obra de la décima musa, así como en toda la literatura del periodo (baste leer el Neptuno Alegórico).
De esta manera, en la corte de México confluían el poder, la fe católica, el militarismo español y la sensibilidad barroca. Es verdad que el Virreinato fue un periodo encerrado en sí mismo y que influyó, negativamente en muchas ocasiones, en el desarrollo posterior de nuestro país. Sin embargo, también se trató de una sociedad de música, danza, teatro, ópera y literatura; un mundo de justas poéticas, de mecenazgos artísticos y de fiestas cortesanas que ligaban Madrid con México, como lo muestra el ejemplo de Juana Inés de la Cruz, quien murió hace casi 315 años. Lo que es más importante: por todo ello fue el origen de la conciencia particularista de los criollos. A final de cuentas todos ellos, tanto patrones como artistas (a excepción de los funcionarios eclesiásticos y civiles más importantes) habían nacido en América y estaban muy conscientes de la grandeza mexicana (como fue evidente desde la obra de Balbuena).
Quizá deberíamos intentar rescatar este legado que modeló parte importante de nuestra identidad como nación. Además de las glorias de la civilización prehispánica y de las gestas de la Independencia, la Reforma y la Revolución, debemos considerar un periodo en el que se formaron los rasgos (“buenos y malos”) más característicos de la vida independiente de México. Aunque la historia del Reino de la Nueva España carece del sentimentalismo, la emoción y la tragedia de otras épocas de nuestro país, se trata del periodo de gestación de lo que después tuvo bien en llamarse México. El 17 de abril de 1695 fallecía el ejemplo más sobresaliente de que también había luces en las tinieblas de la Nueva España.
[Sobre el que escribe: César Martínez estudia Relaciones Internacionales en El Colegio de México; para revisar otras entradas el autor, da click aquí.]
1 Comentarios:
No comento sólo para halagarte de nueva cuenta, sino para reafirmarte mi creencia en la originalidad y pertinencia de tus columnas. Es verdad que la sociedad novohispana fue la base del pastel mexicano con el que ahora nos engordamos; si bien tu columna dibuja sólo gruesas pinceladas que dan un cuadro muy general, sugiero que consideres rescatar más aspectos un tanto olvidados de la noche de trescientos años. ¡Felicito tu brevedad! y me alegra que comiences con algo de Paz, a quien no siempre leo con los mejores ojos.
Un abrazo,
MML
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