Nosotros los estudiantes somos los seres más tristes. Hemos alzado los ojos con coraje, con ira, con violencia adolescente, y no hemos visto nada. Nuestra energía juvenil ha sido consumida por el páramo inmenso del paisaje; nuestra sed de destrucción no halla qué más destruir; nuestro impulso creador muere al pie de ruinas fantasmales. Hemos visto desmoronada la épica ciudad que levantaron nuestros padres en sus fantasías. Como un pájaro que queda ciego, como un perro que camina en tres patas, poco a poco se nos muere la ilusión y nos va envejeciendo la desesperanza.
Nosotros los estudiantes somos la melancolía de las edades. Vamos arrastrando los pies por un camino que elegimos porque ya había sido trazado. Somos empujados por el tiempo como si fuera natural ser lo que somos, como si este fuera el curso correcto de la vida. Alguien diseñó nuestra ruta con sus pasos, alguien nos dibujó sobre la tierra el contorno de los pies. Nosotros los estudiantes, hemos cerrado los ojos y echado a caminar. Y aunque fuera de aquel sendero angosto vislumbramos lo posible, hemos preferido apegarnos a lo probable. Nosotros los estudiantes, hemos renunciado a ser todo lo demás.
Nosotros los estudiantes somos los mártires de la verdad. Vamos sabiendo demasiado pronto que no se puede saber nada y sólo nosotros podemos sostener esa certeza. Nos ilumina el sinsentido de mirar por las ventanas, la sencillez de sentarnos en el pasto y perder el tiempo sin contarlo en un reloj. Conservamos la sabiduría infantil y su equilibrio exacto. Comprendemos antes de tiempo que esa necedad de controlar, conocer, comprobar el mundo no es más que una ingenuidad cobarde, un refugio imaginado, erigido con la enfermedad hereditaria del pavor al universo. Sin embargo, ya nos invaden el campo laboral, la responsabilidad social, el progreso. La infección se extiende en las aulas, los desayunos familiares y las avenidas. Percibimos la gradual contaminación en las venas. Nosotros los estudiantes podemos sentir cómo nos vamos volviendo locos.
Nosotros los estudiantes sabemos que el hombre es impotente antes, mucho antes, de ser hombres. Sabemos que no hay para nosotros ninguna misión en la historia, que no hay nada que salvar. Pero seguimos actuando la farsa del saber y del progreso como los más fieles practicantes, para deleitar a quienes depositan en nosotros sus ilusiones vacías, sus esperanzas incompletas, sin saber que los anhelos repetidos tantas veces en el nombre de la humanidad son tan sólo arrítmicos espasmos que perturban nuestro pulso, porque nosotros los estudiantes tenemos corazones que han nacido muertos.
Y de pronto podemos distraernos del discurso de los sabios y mirar por la ventana con nostalgia de presos. Basta con llevar los ojos al sol que cae sobre los árboles del patio para darnos cuenta de la gran mentira que crece y se alimenta de sí misma, reproduciéndose en esa voz vieja y solemne que ignoramos, que nos pide que volvamos a la clase, que nos hace una pregunta absurda, que nos hace volver a nuestro cuerpo enclaustrado en el salón. Nosotros los estudiantes volvemos la mirada y respondemos con otra mentira.
Camila Paz Paredes
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