Algún incauto analista predijo hace algunos años el fin de la historia; parecía que con la caída del régimen socialista de la otrora superpotencia soviética el liberalismo democrático y capitalista extendería sus redes por el mundo entero. No es que quiera yo abusar de mi posición de observador externo y atemporal; es por ello que no intentaré desmentir esta aseveración “ingenua” con acontecimientos como la Guerra del Golfo, el desarrollo del terrorismo, el genocidio en Ruanda o el desastre kosovar. Si aquél incauto escritor se hubiera desprendido de su sesgo occidental, se habría dado cuenta que, el 1 de abril de hace 31 años, se dio un rompimiento radical en las relaciones del “mundo desarrollado” y el resto de las civilizaciones, con lo que la historia no finalizaba, sino que cerraba un ciclo y abría uno nuevo: se proclamó la República Islámica de Irán.
Se trató de una revolución conservadora, dogmática, tiránica y fundamentalista; aunque propiamente no fue el primer intento contemporáneo de regresar a las raíces del islamismo (pues el reino wahabí de Arabia Saudita se estableció desde 1932, y la alianza misma entre altar y trono desde el siglo XVIII), sí se trata de el rechazo más importante al modelo occidental de desarrollo. La dinastía de los Pahlevi, que continuaba la extensísima línea ininterrumpida de Shahs (reyes de reyes) persas, se caracterizó por sus esfuerzos modernizadores desde arriba.
Debido a su carencia de legitimidad (pues subieron al trono después de un golpe palaciego), el crecimiento económico fue el estandarte principal de esta dictadura. Con la revolución blanca de 1953 comenzó el auge petrolero; la antigua Persia se convirtió en uno de los Estados del Oriente Medio más abiertos a la influencia occidental: desde corrientes de pensamiento ateístas hasta la preeminencia de las compañías petroleras extranjeras. Al dominio anglo-ruso que, de fines del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX, determinó las características de la vida política iraní, siguió la hegemonía económica norteamericana. El régimen de Reza Pahlevi desarrollo una burocracia de estilo occidental, construyó el ferrocarril transiraní y creó industrias estatales, como la alimenticia y textil.
Empresas y gobiernos extranjeros, la casa real persa, los terratenientes cercanos al sha y la corte fueron los principales beneficiarios de esta modernización desde arriba. Por otro lado, los campesinos, los ganaderos nómadas, los comerciantes del bazar y los ulema-terratenientes shiitas se convirtieron en los grandes perdedores. Los grupos ajenos al crecimiento económico occidentalizador se convirtieron en el núcleo de la coalición que derrocó al régimen del sha.
El resultado fue una revolución conservadora que rechazaba los valores de Europa y Norteamérica; la fuente de legitimidad fue el regreso a las raíces del islamismo shiita, que se convirtieron en la base de una nueva sociedad. Los grupos tradicionales reemergieron como estandartes de la defensa de la particularidad iraní en contra del demonio encarnado en una nación. Irán, de pronto, se convirtió en una potencia revolucionaria, que amenazó aún más la estabilidad del Oriente Medio; el régimen de los ayatollahs desarrolló un mesianismo agresivo que encontró en el Irak sunní un nuevo enemigo. En este punto, no podemos negar la influencia del nacionalismo persa y el fundamentalismo shiita (pues las pugnas entre Irán e Irak datan de hace muchos siglos), que se fusionaron para producir una ideología nueva y desestabilizadora en la región.
Si aquel incauto observador hubiera prestado atención a los sucesos que ocurrieron en Persia más de diez años antes de que pronunciara tan temeraria afirmación, se habría dado cuenta que el rechazo a más de un siglo de intervención económica e ideológica de las potencias en el Oriente Medio había provocado una revolución conservadora. El caso iraní es una prueba del fracaso de los intentos de oposición del modelo liberal, capitalista y democrático, por parte de Estados Unidos y Europa. También debería hacernos reflexionar acerca de la posibilidad de reconciliar las ventajas y bondades de la modernidad económica y política, con la conservación de valores, creencias y formas de vida que han moldeado a las sociedades desde hace siglos. La revolución islámica de Irán, del 1 de abril de 1979, desafortunadamente, no me permite ser demasiado optimista.
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